Allá por el año 2000, tras disfrutar con la reveladora lectura del libro “Mi niño no me come” (de Carlos González), me dediqué a leer y a archivar cualquier artículo científico relacionado con esta fea costumbre que tenemos los adultos de forzar a los niños a acabarse lo que hemos decidido que aparezca en su plato. Trece años después de acumular estudios en mi ordenador, me decidí a resumir lo aprendido tanto de Carlos como de otros muchos investigadores en el libro “Se me hace bola”. Pero seguí revisando trabajos científicos, lo que me permitió incluir bibliografía suficiente que justificase el punto de vista que ofrecimos el abogado Francisco Ojuelos (@CriticaProcesal) y yo el año pasado en el texto “No quiero que obliguen a comer a mi hijo en la escuela. ¿Qué puedo hacer?”. Lo pueden comprobar en el apartado “bibliografía” de dicho escrito. Incluso he podido poner mi granito de arena, este mismo año, en un muy recomendable escrito titulado “Acompañar las comidas de los niños. Consejos para los comedores escolares y para las familias”. Se trata de un documento coordinado por las nutricionistas Gemma Salvador y Maria Manera, y recién publicado por la Agència de Salut Pública de Catalunya (Generalitat de Catalunya).

 

Sin embargo, parece que mis esfuerzos o los de Carlos Gonzalez, de Gemma Salvador, de Maria Manera y de tantos otros no son suficientes. La semana pasada, sin ir más lejos, Roser Jordà tuvo la deferencia de responder en este mismo blog a diversas voces que aseguraban, en los comentarios de mi sufrida cuenta de Facebook, aquello de “A mí me obligaban, por eso estoy bien y ahora como de todo”. Estoy muy de acuerdo, desde luego, con las geniales reflexiones de Roser. Pero para resumir mi opinión nada mejor que sustituir en la anterior frase la palabra “obligaban” por esta otra: “violaban”. Y es que la falacia “Cum hoc ergo propter hoc” deberían enseñárnosla en primaria.

 

Pero ayer la cosa fue más allá, dado que alguien me indicó que no obligar a un niño a comer no es otra cosa que un perroflautismo. La connotación del término perroflauta es despectiva, como leemos en la página de Fundéu (fundación promovida por la Agencia Efe, patrocinada por BBVA y asesorada por la RAE), o en este texto de La Vanguardia. Así que no contesté. Si alguien pretende convencerme de que no presionar a nuestros hijos para que coman les conducirá no sólo a la malnutrición sino también al libertinaje, a la indecencia y a la desvergüenza, no basta con un “porque yo lo digo”, debe aportarme bibliografía científica, seria, rigurosa y robusta que justifique su tesis. Como se suele decir, quien afirma debe probar. Lo que nos lleva a otro latinajo que deberíamos dominar desde bien pequeños: “Onus probandi”.

 

En el libro de Carlos González, en mi “Se me hace bola” o en los textos antes citados encontrarán suficiente bibliografía científica para contraargumentar lo del perroflautismo, así que a continuación voy a dedicarme a responder brevemente a la siguiente pregunta: ¿Por qué Olga (mi mujer) y yo no insistimos, no presionamos o no intimidamos a nuestras hijas para que coman?

 

Pues no lo hacemos, entre otras razones (de entre las que se encuentran diversos motivos dietético-nutricionales), porque no queremos que acepten que alguien les obligue a comer o que utilice la coacción, la intransigencia, la amenaza, el soborno, el chantaje emocional, la violencia o cualquier otra clase de falta de respeto para conseguir que coman. Y cuando decimos «que coman» no sólo pensamos en alimentos: hay muchas otras cosas que esta sociedad pretende que nos comamos, y no siempre son espinacas.

 

Tampoco nos gustaría que aprendieran las citadas «estrategias» y mucho menos que las repitieran con sus hijos o con quienes convivan con ellas. Olga y yo soñamos con una sociedad más  respetuosa, y por eso pensamos que es crucial respetar a nuestras hijas, y eso incluye el respeto a sus innatas, erráticas e impredecibles sensaciones de hambre y saciedad, así como a sus particulares gustos y preferencias. Nuestro objetivo no sólo es que sean respetuosas (para lo cual es imprescindible que nosotros lo seamos con ellas), también queremos algo no menos importante: que se sientan dignas de ser respetadas. Si lo conseguimos, probablemente lograremos que no duden en alejarse de los maltratadores psicológicos que puedan encontrarse a lo largo de su vida. Que no hay ni uno ni dos.

 

Olga y yo nos preocupamos, eso sí, por que la presencia de alimentos malsanos en casa sea muy esporádica, sin olvidarnos de predicar no con sermones o reproches, sino con nuestro ejemplo cotidiano. No es fácil, como tampoco lo es tocar el violín, bailar o pintar, pero tener unas hijas respetuosas y que se alejan de las faltas de respeto es tan maravilloso como escuchar un concierto de violín, contemplar a un bailarín o disfrutar de un bonito cuadro.

 

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