Artículo originalmente publicado en 2015 aquí en el blog “Espacio Abierto” (psicología y nutrición).

 

Hace unos días recibí un e-mail en el que una preocupada mujer me preguntaba una duda nutricional. Antes de seguir, aprovecho para pedir disculpas a las muchas personas que no puedo contestar: recibo decenas de correos electrónicos cada día con dudas que me encantaría resolver, pero ni en sueños tengo tiempo para hacerlo.

Pues bien, en el e-mail la mujer comenzaba preguntándome cuáles eran los alimentos que nos dan frío y cuáles los que dan calor. Tras frotarme los ojos, seguí leyendo. Al parecer, un terapeuta alternativo le acababa de aconsejar, para aliviar su malestar digestivo, eliminar los alimentos “enfriantes” y priorizar los “calorificantes”.

¿Qué respondí? Antes de decírselo quiero explicarles que los profesionales de la salud, antes de emitir un consejo sanitario, debemos estar seguros de que dicho consejo tiene sentido, es útil y cuenta con pruebas científicas que lo justifiquen. También, desde luego, que no genera efectos adversos no compensados por el beneficio que ofrecen.

Así pues, precedí mi respuesta formulándome a mi mismo las siguientes preguntas: ¿Dividir los alimentos entre los que “dan frío” y los que “dan calor” tiene sentido? ¿Es útil y comprensible? ¿Existen evidencias científicas que justifiquen dicha división? Tras emitir las preguntas, procedí a responderme a mí mismo con una única y monosilábica palabra: no.

Si revisamos cualquier manual serio de nutrición comprobamos que la división de alimentos “enfriantes” o “calentadores” no aparece. Como tuve el gusto de participar en el tratado “Nutrición y Dietética Clínica” (2014), lo tengo a mano, así que acabo de comprobar que la citada división no  se menciona en ninguna de sus 678 páginas, y eso incluye las dedicadas a las patologías digestivas. Sucede algo similar si acudimos a cualquier otro manual (Ej.: Krause Dietoterapia) o a una base de datos de estudios científicos (ej: PubMed).

En suma, le respondí que la recomendación del terapeuta alternativo ni tiene sentido ni es útil y por lo tanto es momento de revisar si confiar en él o en sus dictámenes puede generar efectos adversos, como por ejemplo, una desconfianza en tratamientos sanitarios que pueden salvarle la vida, o una grandísima desorientación con respecto a cómo funciona nuestro organismo y qué es y qué no es una dieta saludable.

Además, por supuesto, le aconsejé acudiese a un médico en toda regla para valorar su malestar y a un dietista-nutricionista (también en toda regla) para recibir, en su caso, consejos relativos a su alimentación. Y es que las terapias alternativas y yo no nos llevamos muy bien, como pueden comprobar en cualquiera de mis libros o, también, en este texto que escribí recientemente en este mismo espacio:

Cáncer y terapias alternativas, conceptos antagónicos”.

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