Los mejores regalos, como los mejores amigos, como las mejores sonrisas, como los mejores abrazos o como los amores más inmensos, no valen dinero. Son regalos que no se compran y, lo que es más difícil de asimilar, no nos cuestan ningún esfuerzo. La única manera de pagarlos es con un gracias que siempre sabe a poco.

Hace unos meses, el auricular de mi teléfono traía uno de esos regalos que pese a tener una enorme magnitud no existe un patrón con el que compararlo, ni una unidad de medida con la que valorarlo.

¿Qué te parece hacer el prólogo de nuestro nuevo libro, Julio? decía al otro lado de la línea la voz de la pareja de psicólogos y, ante todo, papás, Kontxín Roger (@kontxin) y Alberto Soler (@asolers).

Suelo aprovechar las llamadas de teléfono para caminar, pero mi paso se detuvo. Apostaría a que paró el reloj, el calendario y hasta algunos de los movimientos de la Tierra. Tras asegurarme de que no se confundían de «Julio», recuerdo que respondí que sí. ¡Claro que sí! También contesté un gracias de esos que saben a poco, y me puse manos a la obra, incluso antes de leer el libro. Días después, tras leer su maravilloso manuscrito, acabé mi pequeño castillo de arena.

Hoy, con permiso de autores y editorial, traigo a este blog dicho prólogo, por si sirve para que os regaléis lo antes posible un ejemplar del fantástico y flamante nuevo libro de Kontxín y Alberto, «Hijos y padres felices» (Kailas Editorial@kailaseditorial-).

«Un libro que propone a “Momo” como una de las referencias bibliográficas recomendadas, es un libro que sencillamente hay que leer sin falta. Kontxín y Alberto, como Michael Ende, nos hacen comprender que el tiempo invertido en la bondad, en el cariño, en el afecto o (en sus palabras) en el “apego seguro”, jamás es tiempo perdido, sino más bien ganado. Debemos abrazar a nuestros hijos a menudo con nuestro cuerpo, pero también con nuestro tiempo. Y alejarnos, también, de cualquier entorno que dé la espalda a la infancia, tal y como detallan en el capítulo “El reto de criar niños felices en una sociedad compleja”. En su libro también comprenderemos que el aspecto físico y el cerebro de nuestros hijos cambian a una velocidad tan rápida que “si parpadeamos nos lo perdemos”. En los primeros años, nos explican, “somos testigos privilegiados de

[…] una auténtica colección de primeras veces”. Les doy la razón, pero añado que tras dieciocho años de papá todavía hoy siento que con mis tres hijas sigo siendo testigo privilegiado de tan bonita colección.

Llegados a este punto, seguro que alguien se está preguntando qué hace un nutricionista prologando un libro de psicología y educación infantil. Yo mismo me lo pregunto, la verdad. Recibí la noticia con alegría, sorpresa y sintiéndome, desde luego, muy afortunado. Muchas gracias de nuevo, admirados amigos. El caso es que probablemente estoy redactando este prólogo por el enfoque respetuoso con el que abordé mi libro “Se me hace bola”. Pero quizá escribo estas líneas porque antes que nutricionista soy un padre que siente un amor por sus hijas que, aunque parezca increíble, crece exponencialmente con el paso del tiempo.  Quizá, también, porque soy un esposo enamorado, muy enamorado, de mi mujer, Olga Ayllón. Olga es alguien tan especial como Momo, a quien intento cuidar como un tesoro, entre otros motivos porque amar a nuestra pareja es la mejor manera de que nuestros hijos se sientan merecedores de un amor semejante. No soy el único que piensa algo así: Kontxín y Alberto nos explican que “el cuidado de la pareja es necesario también para los hijos”. Pero además nos dan pistas para lograr afinar las distintas cuerdas del violín que da música a la familia: cuidarnos, cuidar a nuestra pareja, cuidar a nuestros hijos…y también recibir de nuestra pareja y de nuestros hijos los cuidados que necesitamos.

¿Por qué hace falta este libro? Por muchas razones, pero enumeraré cuatro. La primera es que nos han hecho creer, erróneamente, que educar a nuestros hijos pasa por huir de la “sobreprotección” como de un incendio y seguir las normas no escritas (aunque algunas, por desgracia, escritas) de una sociedad competitiva para dormir, para dar el pecho o el biberón, para quitar el pañal, para leer, para evitar rabietas, para comer y hasta para jugar. Unas normas que pueden tener consecuencias negativas para la salud física y mental del niño, dicho sea de paso. La segunda razón es porque nos faltan modelos de crianza respetuosa y de parejas que de verdad se quieran y se respeten. De parejas que entiendan que cuanto más damos al otro, más crecemos y más ganamos todos. Otra razón más: nos ayudarán a entender que más que criar exquisitamente bien a nuestros hijos, lo más importante es no hacerlo muy mal. A mí, por ejemplo, tras leer el libro me ha quedado muy claro lo peligroso que es un “estilo parental autoritario”. No entiendo por qué hay tanta gente proclamando bondades de la obediencia ciega. ¿Acaso quieren un mundo lleno de niños ciegos a sus necesidades, a sus aspiraciones, a su yo más profundo? Y la cuarta razón (insisto: seguro que hay más) es que nos rodean, silenciosos y fríos como los hombres grises, charlatanes que quieren encasquetarnos peligrosos métodos, productos “naturales” o incluso fármacos para tratar supuestos problemas de nuestros hijos…que en realidad no existen. Nada mejor que dos buenos psicólogos para desenmascarar sus tretas, con frases lapidarias como “lo que es normal no se cura”.

Y hablando de charlatanes, hace unos días compartí en mi cuenta de Twitter la siguiente ocurrencia: “Nueva expresión: sufres más que un nutricionista en la sección ‘alimentos infantiles’ de un supermercado”. Lo explico porque el psicólogo Victor Amat no tardó en responder: “O más que un psicólogo en la sección de autoayuda”. Comenté la anécdota poco después con Alberto Soler y, con su contagiosa alegría, me explicó la resignación con la que viven los buenos psicólogos el hecho de encontrar, en las librerías, obras de referencia de la psicología mezcladas con engendros peligrosos (“Terapia Gerson. Cura del Cáncer y Otras Enfermedades Crónicas” -no, no me lo he inventado-) casi siempre muy cerquita de la sección de esoterismo. Espero que los libreros o los bibliotecarios cometan el acierto de clasificar “Hijos y padres felices” en el grupo de los buenos libros, es decir, con las referencias ineludibles de psicología infantil.

Porque si bien es cierto que hay quien escribe para amasar una fortuna, para ganar fama inmortal, para menoscabar a sus rivales o simplemente para cultivar su ego, también es verdad que hay quien lo hace porque cree que vale la pena el tremendo esfuerzo que supone crear un libro si ello va a servir para mejorar este muy mejorable mundo. Lo bueno del caso es que quien pertenece a este segundo supuesto no suele perseguir enriquecerse a costa de los demás, trepar en la escala social usando de peldaños a espectadores ingenuos, y mucho menos contemplar su reflejo en un espejo mágico mientras este le responde “Usted, majestad, es el escritor más célebre y con más seguidores en Facebook de este reino”. Basta una ojeada (u hojeada) a “Hijos y padres felices” para comprender que ni Kontxín ni Alberto han dedicado largas, larguísimas horas bisiestas a escribir esta joya para forrarse, para fanatizar a las masas o por narcisismo. Solo pretenden compartir sus conocimientos, sin más. Unos conocimientos, por cierto, que no surgen solo de estudiar largas carreras universitarias, de navegar en la literatura científica, de publicar complicadas investigaciones o de leer sesudos tratados, sino también de su sabiduría innata, de su sentido crítico, de su criterio forjado en el horno de la escucha sin prejuicio, del amor que profesan el uno por el otro, y del enamoramiento que ambos sienten por los niños en general y por sus hijos en particular.

Casi acabo. Allá por el año 2005, el (magnífico) pediatra Luis Ruiz me encargó traducir un libro publicado conjuntamente por la Organización Mundial de la Salud y UNICEF titulado “Feeding and nutrition of infants and young children” (Alimentación y nutrición de bebés y niños pequeños). Cosas que pasan, al final la traducción no vio la luz, pero no importa, porque aprendí muchísimo. Aprendí, por ejemplo, que los dos o tres primeros años de vida de un niño son “los más cruciales para el normal desarrollo físico y mental”. De esos delicados años, precisamente, hablan con maestría Kontxín y Alberto, y por ello merecen toda la admiración.  Cuidar la infancia es cuidar el mundo entero.

Les dejo con este libro tan útil para los que estamos dispuestos a dudar y a aprender. No olviden leerlo siguiendo la norma de la tortuga Casiopea: cuanto más lento, más rápido.

Julio Basulto».

Más información sobre el libro:

 

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