Roser Jordà

Si alguien tuviera un día la genial idea de organizar una competición de necedades (también llamadas cuñadismos) que la gente suelta como reacción a las recomendaciones de salud, la del título de este escrito se disputaría a brazo partido el primer puesto con “pues mi tío el de Almendralejo fumaba un paquete diario y vivió hasta los 95”.

Tal vez “necedad” parezca un calificativo muy fuerte para que me refiera a este tipo de perlas pero no puedo por más que reafirmarme en su uso ya que sólo un necio se atrevería a contradecir lo que recomiendan los expertos y los organismos oficiales. Cambiemos necedades por tonterías, ¿acaso no hay que ser tonto para, sin ninguna formación o evidencia científica a favor, llevar la contraria al plantel de nutricionistas y demás sanitarios que elaboraron la guía Acompañar las comidas de los niños y que nos recuerdan una y otra vez que no hay que forzar a comer jamás a nadie? ¿Y qué decir de empecinarse con que unos pitillos no pueden ser para tanto, en contra del criterio de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y su estrategia mundial “Iniciativa librarse del tabaco”?

Pero nuestro mundo es así y vivimos rodeados de kamikazes de la falta de criterio y de las experiencias personales que olvidan que estas no sirven cuando hablamos de salud pública. Cualquier profano cree que su opinión de barra de bar es tan válida como la de la doctora Margaret Chan (directora general de la OMS) o la de Ramón y Cajal si hace falta. Tomemos como ejemplo el otro gran clásico de nuestros tiempos, ese que se vomita sobre las recomendaciones de la Dirección General de Tráfico y las cifras de mortalidad infantil en carretera: en mi época no llevábamos cinturón ni sillita y aquí estamos. Sí, ese mismo que obvia que la que escribe y el que suelta el tópico están aquí vivos y coleando pero que no cuantifica a todos los que no lo contaron (recomiendo la ilustrativa charla TEDx “El pasado sigue siendo una mierda”, de Antonio Cantó (blog “La pizarra de Yuri”).

Pasemos al asunto que he obviado deliberadamente en el párrafo anterior y que no es otro que la falsedad de la afirmación del título. De entrada, quien dice que le obligaron a comer y que está bien miente consciente o inconscientemente. Hay por lo menos dos secuelas que saltan a la vista y desmienten ese “estoy bien”: la primera es la normalización de la coacción dentro de las relaciones afectivas y la segunda un claro Síndrome de Estocolmo. Porque nos han hecho creer que todos los padres quieren y hacen lo mejor para sus hijos, así que no podemos concebir que lo que nos hicieron no sea lo correcto. Y, por desgracia, ni todos los padres quieren lo mejor para sus hijos (aunque por el bien de la supervivencia de la especie los nocivos son minoría, existen y ejercen) ni todos saben hacer lo mejor por ellos (sobre todo cuando el entorno intoxica en lugar de proveer información adecuada y apoyo).

La última falacia de la afirmación que encabeza esta entrada es esa sugerencia de que comer “de todo” es algo positivo. Deberíamos poder afirmar con orgullo que nuestros hijos no comen de todo sino que comen lo que les da la gana. Aunque es una lástima porque la frase anterior es mucho más contundente, para no faltar a la verdad hay que añadir “de entre una oferta de alimentos saludables y excluyendo los dañinos”. Deberían comer lo que quieren porque para merendar deberíamos procurar que tuvieran distintas frutas, frutos secos o un bocadillo de tortilla (por decir algo) entre los que elegir. Como adultos debemos preocuparnos de lo que hay en nuestra alacena y de que la elección no sea entre manzana o galletas de chocolate.

El “no comer de todo” en este sobrealimentado lado nuestro del mundo, en que debemos temer a la epidemia de obesidad que crece sin freno y no a las hambrunas, es casi una especie de mecanismo de defensa. Aunque los tengamos a nuestro alcance debemos aprender a no comer muchos productos de los que la industria alimentaria pone a nuestra disposición.

Tampoco estaría mal que de una vez por todas entendiéramos que no tienen por qué gustarte todos los alimentos de un mismo grupo y que no todos los grupos de alimentos son imprescindibles.

Por otro lado, el intentar imponerse, buscar la obediencia, ordenar y obligar- en esta sociedad tristemente violenta- son mucho más sencillos que educar. Sólo hay que ver lo poco que cuesta declarar una guerra y lo trabajoso que es lograr que unas conversaciones de paz lleguen a buen término. Para educar es necesario trabajar primero sobre nosotros mismos, buscar estrategias (no ir a comprar con niños, pactar, etc.), que no entren alimentos malsanos en casa y dejar de comerlos también nosotros. Para lo otro basta con pegar un puñetazo sobre la mesa.

A menudo se invoca al “respeto” que supuestamente se debe a los adultos. ¿Por qué lo llaman respeto cuando quieren decir obediencia? Imponer a otros seres humanos nuestra voluntad anulando la suya y quitándoles el control sobre sus propias funciones corporales, además de humillante, es de lo más profundamente irrespetuoso que se me puede pasar por la cabeza. El auténtico respeto es un camino de doble dirección, de padres a hijos y de hijos a padres, y no puede pasar por la imposición, la fuerza y el temor. Pocas mentiras más grandes que el “quién bien te quiere te hará llorar” sufrimos a nivel colectivo. Quién te quiere bien enjuagará tus lágrimas, te guiará con amor, te enseñará a respetarte a ti mismo y te ayudará a formarte un criterio propio, no intentará doblegarte a placer.

Nuestra responsabilidad real como padres, pues, es educar también nutricionalmente. Y educar, a pesar de lo que algunos siguen empeñados en intentar mantener, es incompatible con cualquier forma de violencia. El gran Julio desgranó en el artículo “No quiero que obliguen a mi hijo a comer en la escuela, ¿qué puedo hacer?” los riesgos que implica el obligar a comer a los niños. A saber: mayor riesgo de padecer sobrepeso u obesidad, mayor riesgo de padecer trastornos alimentarios, mayor riesgo de rechazo de ciertos alimentos… ¿Queremos jugar a la ruleta rusa alimentaria con nuestros propios hijos? Yo, por mi parte, de ninguna forma.

 

Nota de Julio Basulto: Infintas gracias a Roser Jordà por este texto, que más que un escrito es un regalo maravilloso.

 

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