Artículo originalmente publicado en el blog de “La Sirena” (colaboré hasta 2015) en septiembre de 2014 (actualizado en marzo de 2018).

Es conocida la aversión que Mafalda, el mundialmente famoso personaje de Quino, sentía hacia la sopa. Su madre insistía una y otra vez, y Mafalda seguía odiando ese oloroso plato que venía desde la cocina como un castigo divino. Quizá hoy alguien diagnosticara a Mafalda con “neofobia alimentaria”, un concepto que suele aplicarse a los niños pequeños que rechazan probar alimentos que son nuevos para ellos, pero que forman parte habitual de la dieta familiar. Tras el diagnóstico, debería venir el tratamiento. Pero ¿cómo se trata la neofobia alimentaria? En el presente texto se amplía esta humeante cuestión.

 

Todos tenemos “neofobia”

Si consideramos el concepto “alimento” desde una perspectiva global, todos rechazamos determinadas comidas de forma sistemática. Así, si alguien hace un viaje alrededor del mundo es muy posible que lo que en su país se considera una “mascota” se lo sirvan formando parte de un segundo plato. En esa situación casi todos nosotros seremos víctimas de una “neofobia” y no nos gustaría que nos insistieran con frases como “prueba solo un poquito”.

En todo caso, hay muchas dudas en el ámbito pediátrico con respecto a cómo abordar la neofobia, pero sí existe un consenso sobre lo que no se debe hacer: obligar al niño a comerse el alimento. Y, lamentablemente, se hace a menudo.

 

No es un “malcomedor”, responde a su genética.

En el documento “Si tú comes frutas y hortalizas, ellos también lo harán”, publicado en 2010 por el ya disuelto Grupo de Revisión, Estudio y Posicionamiento de la Asociación Española de Dietistas-Nutricionistas, leemos que la neofobia podría ser un mecanismo de supervivencia. “Una vez que los niños empiezan a andar, la neofobia les disuade, inconscientemente, de probar alimentos que podrían ser venenos. En 2004, el Profesor David Benton (Universidad de Wales Swansea) apuntaba que la neofobia no significa que el niño sea un mal comedor sino que es simplemente una característica que tiende a desaparecer con el tiempo y en la que influye cierta predisposición genética.

En agosto de 2007 se publicaron datos que daban la razón al Dr. Benton. Un estudio, coordinado por al Dra. Lucy J Cooke, evaluó a 5.390 parejas de gemelos y observó que cerca del 80% de las variaciones observadas en los casos de neofobia estaban relacionadas con una fuerte influencia genética. Datos más actuales, recogidos en agosto de 2013 en la revista Obesity, vuelven a apuntar que la neofobia es una característica que tiene un notable componente hereditario.

 

¿Hacía bien la madre de Mafalda?

Es más que probable que si Mafalda fuera hoy un adulto, siguiera odiando la sopa, a causa de la insistencia de su madre años atrás, cuando si nadie le hubiera obligado a comérsela de pequeña, seguramente no tendría esa aversión.

No conviene forzar o presionar a los niños a comer, porque no solo no funciona, sino que además puede ser contraproducente. Las llamadas “técnicas coercitivas” generan, entre otros efectos indeseables (Ej.: un mayor riesgo de que padezca obesidad en la edad adulta), una mayor resistencia a alimentarse de forma saludable. Hay estudios que han observado que a mayor presión para que el niño coma, mayores son las posibilidades de que la neofobia dure más tiempo.

Una posible hipótesis que explicaría esta observación plantea que el rechazo del niño genera una frustración en los padres, que presencia el niño. Cuando se vuelve a ofrecer el alimento al menor, este ha asociado la frustración paterna con el alimento, por lo que hay más números de que lo rechace. En consecuencia, es probable que el niño no quiera el alimento cuando se le presente en un futuro a causa de la vinculación entre los sentimientos de exasperación de los padres y el alimento en cuestión.

Como presionar al niño para que coma es una estrategia que usan muchísimos adultos, pero que suele observarse más a menudo en padres preocupados por el supuesto bajo peso de su hijo, es conveniente explicar a los padres que la evolución del peso del niño no es una línea recta, sino una carretera llena de curvas, como explica el pediatra Carlos González en su libro “Mi niño no me come”.

 

Respeto: más pruebas a favor.

Diversas entidades de referencia insisten en responder al apetito del niño, siempre ofreciéndole una dieta saludable. Lo expliqué en tanto en el texto “Respetar el apetito infantil, nuevos datos” como en el artículo “No quiero que obliguen a comer a mi hijo en la escuela. ¿Qué puedo hacer?”, firmado junto al abogado Francisco José Ojuelos. Encontramos un ejemplo en la Academia de Nutrición y Dietética, la más grande organización estadounidense de profesionales de la nutrición humana, que insistió en 2014 en que los padres usemos un enfoque de alimentación basado en el reconocimiento a las señales de hambre y saciedad del niño. Concretamente, indica lo siguiente:

“Con este enfoque, el papel de los padres u otros cuidadores con respecto a la alimentación consiste en proporcionar oportunidades estructuradas para comer, un apoyo apropiado en función del desarrollo del niño, y alimentos adecuados, sin coaccionar al niño para que coma. Los niños son responsables de determinar si comen o no y en qué cantidad lo hacen, de entre lo que se les ofrece”.

Aparece en su documento “Nutrition Guidance for Healthy Children Ages 2 to 11 Years” (Guía nutricional para niños sanos de entre 2 y 11 años), cuyo resumen se puede consultar en este enlace. A ello añadiría lo que aparece en el último documento serio que he leído sobre esta cuestión, el documento de postura de la ESGPHAN titulado “Complemeentary Feeding”. En él leemos que “se debe alentar a los padres a que respondan a las sensaciones de hambre y saciedad de su bebé y eviten alimentarlo para brindar consuelo o como recompensa”.

De hecho, existen pruebas que apuntan que decir a un niño que algo es sano o “nos pone fuertes” puede ser contraproducente y traducirse en que comerán menos, como amplié en el artículo “Si le digo a mi hijo que la zanahoria “te ayuda a leer y a contar” o que la galleta “te fortalece” ¿comerá más… o menos?”.

En cuanto al “refuerzo positivo” por el que muchas personas abogan a la hora de abordar la alimentación infantil, debo decir, por una parte, que no encuentro pruebas que me hagan pensar que va a funcionar. Por otra parte, la lógica nos dice que de igual manera que no felicitaremos a nuestro hijo por pestañear, tampoco deberíamos hacerlo por responder a sus innatas señales de hambre y saciedad. Para la Academia Americana de Pediatría, tales señales se pueden definir con dos palabras: erráticas e impredecibles (American Academy of Pediatrics. Pediatric Nutrition Handbook, 6th Edition. 2009; página 145).

 

¿Cómo abordamos la “neofobia alimentaria”?

Es bastante habitual hallar el consejo de exponer repetidamente el alimento al niño para que acabe aceptándolo. Sin embargo, en el documento del GREP-AEDN, antes citado, leemos que “el rango de exposición es muy amplio: de 11 a ¡90 veces!”, por lo que este grupo sugirió algo muy sensato “la paciencia tiene que ser, por tanto, el punto de referencia”.

Una interesantísima investigación, se publicará en la edición de noviembre de 2014 de la revista Appetite, señala que la neofobia podría reducirse en cierta medida si se le explica a los responsables del cuidado de los niños a respetar las señales de hambre y saciedad del niño.

Existen autores que plantean que tiene sentido abordar las erróneas percepciones de los padres sobre el apetito infantil para prevenir la obesidad infantil: en muchos casos, cuando el niño no quiere comer un alimento saludable, los padres lo “compensan” dándole altas cantidades de alimentos insanos (los niños que tienen “neofobia” no suelen rechazar alimentos superfluos).

También conviene avisar a los padres (o a cualquier cuidador responsable de la alimentación de un menor) de algo importante: la neofobia es un proceso normal del desarrollo del niño. La prueba está en el componente genético antes citado. Comprenderlo es esencial para no forzar al niño a comer y fomentar un ambiente más armonioso en el hogar, algo que influirá muy positivamente en la salud del niño, más allá de su alimentación.

Es posible que una relación más romántica entre los padres de un niño influya más sobre la calidad de su dieta que otras tácticas o estrategias, como apuntaron Haycraff y Blissett en julio de 2010 (Matern Child Nutr). Es un buen motivo para cuidar y mimar a nuestra relación de pareja, que funciona de manera bastante parecida a una planta: si la regamos a menudo, crecerá mejor.

 

En conclusión.

Así, en resumen, los adultos debemos:

1.- Tener paciencia.

2.- Saber que la neofobia es un proceso normal.

3.- Aprender a reconocer las señales de hambre y saciedad de nuestros hijos.

4.- No “compensar” con alimentos insanos.

5.- Fomentar un buen ambiente en el hogar, y eso incluye nuestra relación de pareja.

 

La neofobia, por último, es una fase más que, como tantas otras fases, cura el tiempo. Ante ella, vale la pena recordar un conocido consejo que suelen darnos los abuelos: “afloja cuerda”.

Amplié esta cuestión de la neofobia en mi libro «Se me hace bola«.

 

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