Hace unos días, mi mujer y yo paseábamos por la estación de tren de Sants, en Barcelona, y nos entró hambre. Como dos buenos nutricionistas, pensamos en comprarnos una pieza de fruta. Lo primero que nos preguntamos fue: «¿encontraremos fruta aquí?». Y es que estos sitios son como un desierto de alimentos: uno puede comprar todo tipo de productos superfluos, pero comida, lo que se dice comida, no abunda.

Aunque sí había fruta. La hallamos en un grandioso local llamado «Divers» en el que hay desde un lápiz hasta una maleta, pasando por un osito de peluche o unas castañuelas. No miramos si había consoladores, ahora que lo pienso. La próxima vez no se nos escapa. Lo que sí revisamos es la sección de libros: inundada por «tratados» (ejem) que cantan alabanzas a la dieta milagro de turno. Deprimente.

¿De qué hablaba? Ah, sí, de que tuvimos suerte y encontramos la aguja en el pajar, es decir, fruta en la estación de Sants. En la foto adjunta (bajo estas líneas) verán que nuestra búsqueda tuvo éxito, hallamos manzanas verdes y también manzanas rojas. Aunque ojo: a un eurazo con cincuenta del ala la unidad. No nos va de ahí, así que las compramos, no sin antes blasfemar para nuestros adentros. Pero cuando nos encaminábamos hacia la puerta de salida, pasamos cerquita de una estantería. Es la que aparece en la parte derecha de la foto.

Pues bien, como pueden comprobar, resulta que por un euro (medio euro menos de lo que cuesta una manzana) puedes comprar tanto un muy calórico Kit Kat, como un azucaradísimo Cacaolat (batido de leche con cacao), como una grasienta y saladísima bolsa de patatas fritas.

Si creen que estamos ante un hecho aislado, deben saber que el precio de los productos superfluos no es fruto de la casualidad, está estudiadísimo por mentes que piensan mucho en el dinero y poco en la salud pública. Sabemos a ciencia cierta que el precio es uno de los factores más implicados en nuestro elevado y desequilibrado consumo de energía y que más predice el actual incremento que se observa en las tasas de obesidad. Tienen la justificación de las anteriores afirmaciones en un texto que publiqué el pasado 7 de octubre, titulado «¿Cómo nos engorda el marketing de alimentos insanos?«.

En resumen: lo que ocurre en la estación de Sans, que no es la excepción sino la norma, es un eslabón más en la cadena que nos ata al ambiente obesogénico en el que vivimos. De ahí la cara que aparece en medio de la foto. No sé si pondré muchos más «caretos» como este, pero mientras tanto, los seguiré archivando en la sección #CaraQuePonemosL@sNutricionistasCuando. Sección que, como recordarán, estrené hace poco con el texto «#CaraQuePonemosL@sNutricionistasCuando vemos en Youtube a un holandés “sanado” tras eliminar el azúcar«.

 

 

Imagen1decgs